El proceso revolucionario que trajo aparejado el nacimiento de la Nación Argentina se inició con las chispas producidas por las invasiones inglesas y el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806, el fuego consecuente del 25 de mayo de 1810 y el incendio desencadenado el 9 de julio de 1816. La perdurabilidad de las secuelas de esa revolución fue disfrutada y es disfrutada por las sucesivas generaciones de argentinos y de hombres provenientes de los más remotos lugares de la tierra que vinieron a habitar el suelo de esa Nación para obtener los invalorables beneficios de la libertad, la dignidad y el progreso.
Hoy nos complace en honrar el bicentenario del tercero de los eslabones de aquella cadena revolucionaria: el Congreso de Tucumán que comenzó a sesionar el 24 de marzo de 1816 y cuya convocatoria respondió al propósito de completar las asignaturas pendientes que dejó la Asamblea del año XIII: declarar la independencia de las Provincias Unidas de Sud América y sancionar una constitución para organizar la forma de estado y la forma de gobierno de la nueva Nación, receptando los derechos y las reglas democráticas para una convivencia social armónica.
El Congreso se reunió en medio de una situación política sumamente difícil con infinidad de escollos para concretar sus fines. La Revolución de Mayo parecía haberse agotado y la restauración colonial se presentaba como un hecho. Desde México y hasta Chile la ofensiva de los ejércitos españoles resultaba incontenible. En Venezuela habían destrozado a las tropas de Bolívar. Los héroes de la independencia mexicana eran encarcelados y fusilados. Con la batalla de Rancagua había concluido la independencia declarada en Chile. Con la derrota en la batalla de Sipe-Sipe, en noviembre de 1815 se perdió definitivamente el Alto Perú. El aluvión de la avanzada española se proyectaba sobre el resto del territorio nacional y sólo podía ser atenuado por la tenaz resistencia de los gauchos de Güemes. Destacados patriotas, como Warnes y Padilla, eran muertos en los campos de batalla. La cabeza del sacerdote Ildefonso de las Muñecas era exhibida por los españoles advirtiendo sobre cuál era el destino que esperaba a quienes se resistieran a los borbones.
En el orden interno se percibían brotes anárquicos en La Rioja, Santiago del Estero y Córdoba. Artigas extendía su influencia sobre Santa Fe y Córdoba. Habían fracasado los esfuerzos de Alvarez Thomas y Viamonte para preservar el orden y la autoridad del gobierno central. Este último fue tomado prisionero por Artigas quien impidió a la provincia de Santa Fe enviar sus representantes al Congreso de Tucumán. Como consecuencia del Pacto de Santo Tomé, suscripto por Díaz Vélez y los representantes de Artigas, debió renunciar el Director Alvarez Thomas y Belgrano fue separado de la jefatura del ejército nacional que debía marchar sobre Santa Fe. El nuevo Director, Antonio González Balcarce nombrado por el Cabildo de Buenos Aires, fue reemplazado el 3 de mayo de 1816 por Pueyrredón merced al voto unánime de los miembros del Congreso de Tucumán. Serias diferencias se presentaban entre Rondeau y Güemes.
En el orden externo, y tas la derrota definitiva de Napoleón Bonaparte en Waterloo, el Congreso de Viena resolvió apoyar la restauración de los regímenes monárquicos, incluyendo el de España en sus colonias americanas. En Cádiz se preparaba una expedición de 20.000 soldados con el propósito originario de trasladarlos a Montevideo.
En ese marco adverso un pequeño grupo de hombres, en un acto supremo de coraje, estaba dispuesto a declarar la independencia y sancionar la constitución. Se apartaron de las sugerencias que, probablemente, les habría ofrecido un político moderno imbuido por la mediocracia de incurrir en la ilógica de la lógica política de concertar un acuerdo con el enemigo o una rendición. Los congresales se guiaron por la lógica del honor y la libertad avalando los sacrificios de la lucha armada por la independencia mediante la formalidad de un acto jurídico que consolidara su legitimidad y que permitió elevar el decaído patriotismo de los pueblos.
El Congreso estuvo formado por 30 diputados quienes se trasladaron en condiciones precarias a Tucumán arriesgando sus libertades y vida. Bien se ha dicho que fue un Congreso de hombres casi mendicantes, reunidos en una lejana población del norte; abrumados por una infinidad de problemas; carcomidos por luchas internas; representando a provincias que estaban al borde de la ruina y con su entusiasmo revolucionario desgastado. A ello se añadían ejércitos levantados, desengañados y sin orgullo.
No obstante, y pese a las penurias que asolaban a la nueva Nación, fue un Congreso cuyos miembros tuvieron la energía suficiente y ejemplar para proseguir el proceso revolucionario declarando la independencia. De no haberlo hecho, el legado histórico de ese Congreso habría sido el fracaso y otro el curso de nuestra historia.
Los diputados que integraron el Congreso tenían antecedentes notorios sobre su idoneidad, méritos y valor patriótico. Eran 17 abogados, 12 sacerdotes y un congresal que, si bien no tenía estudios jurídicos o eclesiásticos, había estudiado en el célebre Colegio de Monserrat de Córdoba (Eduardo Pérez Bulnes). Eran personas de carácter, firme voluntad que además se destacaban por su educación y cultura. José Manuel Estrada decía que eran hombres ilustrados que, en su mayoría, no habían participado de los extravíos que trataban de erradicar. Eran los ciudadanos más responsables de cada provincia y los más representativos por su adhesión a la causa americana.
Contaron, además, con la colaboración de centenares de patriotas. Entre ellos, figuras ilustres como San Martín, Belgrano y Pueyrredón. San Martín, desde Mendoza, instaba al congresal Godoy Cruz a declarar la independencia diciendo: ¡ánimo!, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. Belgrano, cuya autoridad y prestigio no pudieron ser deterioradas con la equívoca actitud de Díaz Vélez al firmar el Pacto de Santo Tomé, se había trasladado a Tucumán para ponerse al frente del Ejército del Norte y demandaba aquella declaración para afianzar la legitimidad de la lucha armada. En tal sentido, Joaquín V. González decía que el Congreso reconoció formalmente lo que ya había sido establecido por la voluntad de la Nación y sostenido por las armas de la guerra.
Los 29 congresistas presentes proclamaron la independencia por aclamación. Solemnemente declararon que era voluntad indubitable y unánime de las Provincias Unidas de América del Sud romper los vínculos que las habían ligado a los reyes de España, recuperar los derechos de los que fueron despojados e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente. A esa declaración, y a propuesta del diputado porteño Pedro Medrano, se aprobó un agregado el 19 de julio en el sentido que, la declaración de independencia, no era solo con respecto a España sino también a toda otra dominación extranjera.
A mediados de 1816 el ambiente tucumano era sombrío ante las noticias sobre una inminente expansión de la invasión española. Se consideró prudente que el Congreso prosiguiera sesionando en Buenos Aires, donde tenía su sede el Director Supremo. Fue así que, el otro objetivo del Congreso, sancionar una Constitución, no se pudo hacer efectivo en Tucumán aunque sí, parcialmente, en Buenos Aires el 3 de diciembre de 1817 con la sanción del Reglamento Provisorio que sirvió de antecedente para la Constitución de 1819 que el Congreso sancionó el 22 de abril de ese año, y cuyo rechazo por los pueblos impidió al Congreso cumplir con uno de sus objetivos fundamentales. Objetivo que recién se concretó en 1853/60. Cabe recordar que el Reglamento Provisorio, reiterando la previsión contenida en el Estatuto de 1815, incluyó el capítulo sobre los «deberes del cuerpo social» que es uno de los antecedentes más lejanos del constitucionalismo social. Establecía: «El Cuerpo Social debe garantir, y afianzar el goce de los derechos del hombre. Aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse. Toda disposición o estatuto, contrario a los principios establecidos en los artículos anteriores sería de ningún efecto». Esta cláusula, a igual que otras similares, revela la inexactitud en que se incurre al sostener que el constitucionalismo del siglo XIX era meramente individualista. La preocupación por la cuestión social estuvo ya presente en los albores del constitucionalismo argentino.
Como escribiera Nicolás Avellaneda, la declaración de independencia fue un acto heroico y de sublime patriotismo. Contribuyó a que la independencia que se procuraba alcanzar mediante la lucha armada fuera irrevocable bajo el lema que dejaba como única alternativa la libertad o la muerte. De tal modo se agotó el eslabón previo a la culminación del proceso organizativo institucional de la Nación que fue la sanción de la Constitución Nacional recogiendo los ideales y valores de mayo de 1810 y julio de 1816. Con esos valores e ideales se forjó una Nación para que las sucesivas generaciones de sus ciudadanos asuman con orgullo el legado de libertad, dignidad y progreso que les transmitieron los Padres de la Patria. Esto acarrea un deber ineludible cual es el de honrar a quienes sacrificaron sus bienes y sus vidas, en el campo de las ideas y en el campo de las batallas, para ofrecernos un porvenir digno y cuya magnitud depende exclusivamente de nosotros.
Es así como se torna en realidad la actitud visionaria del congresista Fray Cayetano Rodríguez cuando escribió que quienes «nos sucedan bendecirán nuestros esfuerzos y señalarán el día de su libertad con su eterna gratitud. El día 9 de julio será para ellos, como para nosotros, tan glorioso como el 25 de mayo». Así sea.