Profesores y alumnos del Colegio Marianista «San Agustín» de 9 de Julio, unidos en una simpática hazaña
– Segunda Parte –
Iniciábamos, la semana anterior, esta semblanza referida al ensayo de una corrida de toros que tuviera lugar a instancias de dos religiosos marianistas Fernando Bringas y Enrique Barbudo, quienes -siendo ambos profesores del Colegio “San Agustín”-, lanzaron la simpática idea a sus alumnos. Para reconstruir esta historia, hemos recurrido al testimonio oral de tres de sus protagonistas: el profesor Bringas y dos alumnos de entonces, que fueron testigos de la aventura, Sergio Corral y Juan Carlos Vieta.

EN PRIMERA PERSONA: LOS TOREROS ENRIQUE Y FERNANDO
Hoy ofreceremos el rico testimonio de Fernando Bringas Trueba. No añadiremos al relato ninguna cota, pues el relato por sí refleja lo acontecido.
Fernando Bringas era, por esos años, un religioso perteneciente a la Familia Marianista y formaba parte de la comunidad existente en 9 de Julio, a cargo del Colegio. Hoy padre de familia, Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, es un prestigioso referente a nivel internacional en temáticas de capital humano, psicología y comportamiento organizacional, técnicas de negociación, gestión del tiempo y análisis de problemas y toma de decisiones, entre otros campos.
Consustanciado desde edad temprana con la Compañía de María (Societas Mariae, S.M.), fue durante once años alumno de un colegio marianista en Madrid; perteneció a la congregación durante dieciséis años y, en ese tiempo, vivió cuatro años en 9 de Julio, a finales de los ’60. Aquí forjó una amistad que hasta hoy perdura con varios nuevejulienses. A continuación, en tipografía bastardilla, los recursos de Bringas sobre la corrida de toros:
Corría el año 1969. Enrique Barbudo y yo éramos profesores en el Colegio San Agustín de 9 de Julio. Un día vinieron un grupo de alumnos encabezado por Juan Carlos Vieta y nos comentaron que tenían problemas para recaudar fondos para el viaje que pensaban hacer a fin de curso. Entonces se despertó el Quijote que llevamos dentro los españoles y les dijimos: – ¿Por qué no hacen una corrida de toros?. Quedaron sorprendidos y preguntaron ¿y quién hace de torero? De nuevo salió el Quijote y dijimos: – “Nosotros dos”.
Creo que en ese momento entró un poco de sensatez en nuestro cerebro y reculamos diciendo: – “Pero primero hay que hacer un ensayo, no podemos ir así no más”. ¿Y con qué van a torear? Pues con la bandera del San Agustín que es roja y puede servir.
Y nos quedamos tranquilos, pensando que todo acabaría allí. Pero unos diez días más tarde vinieron de nuevo anunciándonos que el sábado por la mañana sería el “ensayo” en una estancia. Ya no podíamos decir que no.
Nos armamos de valor y curiosidad y fuimos con ellos a la estancia. Había llovido, con lo que el suelo estaba embarrado. Habían apartado, calculo que unos veinte Aberdeen Angus. Y fuimos al terreno colindante.
Salió un Aberdeen Angus pausadamente. Barbudo saltó adentro y se le acercó. El morlaco no se movía. No parecía estar por la labor de cooperar al viaje fin de curso.
Al ver esa pasividad (falta de peligro, pensaba yo) yo salté y diciendo que no era posible torear de ese modo, agarré la bandera del San Agustín. Me dijeron que intentarían con otro toro. Y sacaron otro que, según me dijeron luego, había sido acosado aparte por unos perros. Este era diferente. Yo le cité de lejos y… se me arrancó. Venía directo a mí y mis habilidades taurinas me aconsejaron sabiamente dar un salto a un lado cuando lo tenía enfrente. Él era fuerte, pero, eso sí, yo era más ágil (tenía 27 años). El toro pasó de largo. Pero no se fue sino que dio media vuelta y regresó. Intenté repetir la jugada pero el suelo estaba resbaladizo y me caí al dar el salto a un lado. No me agarró el toro pero al caer al suelo, me apoyé en la mano y me disloqué el dedo pulgar.
Fue el momento en que Barbudo regresó al “ruedo” para darme el quite. Lo de Barbudo fue diferente. Él no optó por apartarse con un salto, sino que se protegió poniendo delante las manos.
Barbudo era fuerte y grande, pero más lo era el toro. Se lo llevó por delante y le pisó en la nalga, rompiéndole el pantalón. Como decía después Enrique: – “Lo que más me dolió es que me pisó el tercer mundo”.
Visto lo imposible del evento, regresamos. Ellos a sus casas muertos de risa y Enrique y yo a ver al doctor Molina. Se pueden imaginar la cara del médico cuando nos vio y le contamos lo ocurrido. Lo más suave que nos llamó fue insensatos.
Y ese fue el resultado. Un dedo dislocado y un tercer mundo pisado y herido.

Continuará…