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Nueve de Julio
jueves, marzo 28, 2024

A Marcela, la cómplice de mi niñez

marce_nota* Por Eduardo Orbea, desde Miami.
La calle Sarmiento fue el mundo de mi niñez. Crecí en esa calle, a dos cuadras de la estación del ferrocarril. La ciudad, Nueve de Julio, provincia de Buenos Aires, Argentina. Eran los años sesentas, cuando solo dos familias tenían televisión en el barrio, los Gennini y los Gnavi, que tenían la panadería en la esquina.
Eran los años de jugar en la calle, con la tierra, las bolitas y la bicicleta. Yo vivía en la casa de Sarmiento 368, la que tenía un porch donde jugábamos con las figuritas a la tapadita o a la arrimadita. Eran los años de la sencillez, de las cosas simples. La tele era solo un lujo de los domingos en la casa de los Gennini cuando me sentaba en el pequeño living de la casa de la esquina, a ver El túnel del tiempo.
Fueron mis años felices. Y entre mis amigos del barrio, estaba Marcela, la chiquita de la risa contagiosa, la que vivía enfrente de mi casa. Eran los años de los lazos fuertes, aquellos en que decir amigo no tenía nada que ver con Facebook. Y Marcela era mi amiga.
Aún la recuerdo en casa, sentada en la cocina de mi vieja, Ana María, mirando atenta a un pequeño pizarrón que me regalaron vaya a saber en qué cumpleaños, mientras yo daba una clase de vaya a saber qué cosa, con puntero y todo. Es que nos gustaba jugar al maestro y a la escuela. Y como yo era un poco más grande, impuse mi mayoría de edad para terminar con el puntero en la mano. Recuerdo que a veces se sumaba a la clase otra vecina, Cecilia. Y allí nos pasábamos las tardes, jugando a la escuela, inocentes, felices.
Eran los años en que viajar en Chevallier era un lujo, especialmente cuando salieron los colectivos ‘doble camello’. Obvio que Marcela y yo jugábamos al Chevallier. Ella se sentaba en el muro de la casa de Pancho Guerrero, el jefe de la estación del tren que vivía justo enfrente de casa, pegado a la casa de Marcela. Y allí, sentadita, esperaba que yo pasara en mi bicicleta, la que estacionaba frente al muro, haciendo los mismos ruidos que hacían aquellas moles cuando llegaban a la Terminal. Ella se sentaba en el asiento de atrás y salíamos a dar la vuelta a la manzana, ritual que repetíamos una y otra vez.
Eran los años en que nuestras familias iban en el verano a pasar el fin de semana en la laguna de Junín. Íbamos en patota en la camioneta Dodge color celeste de Nuñez, el padre de Marcela, con la que hacía sus repartos de vaya a saber qué cosa (leche o soda, creo). Llegar a Junín era llegar al Paraíso. Toda esa inmensa masa de agua marrón nos atraía a meternos bien adentro, hasta que el agua nos llegaba a la rodilla. Recuerdo una foto en que estamos todos, posando delante de la camioneta celeste; don Eduardo, el padre de Marcela, sentado en un banquito con las piernas abiertas, en cuero y con el mate en mano. ¿Yo? Sentado al lado de Marcela, obvio. También estaban Graciela, Adriana, mi madre y Haydee, la amiga del alma de mi vieja y madre de las tres hermanas.
Eran los años en que nos pasábamos horas juntos, Marcela y yo, jugando en el patio de mi casa. Fue la cómplice de mi niñez, la amiga incondicional, la de la risa contagiosa.
Yo me fui de Nueve de Julio en 1970 y solo regresé un par de veces para unas ‘Orbeadas’ organizadas por mi padre, en la Sociedad Rural. Jamás volví a ver a mi amiga del alma, hasta el año 2001, cuando la visité en su casa, junto al amor de su vida, el Mendo, un compañero mío de 5to grado con quien se casó y tuvo cuatro hijos. Fue como si el tiempo no hubiera pasado. El mismo amor, la misma risa, el mismo afecto. Esa noche empapamos los recuerdos de nuestros años felices con varias botellas de tinto y muchas carcajadas. Fue la última vez que estuvimos juntos.
Ayer, el corazón de Marcela dijo basta. Y se fue. Y con ella, se fue un pedazo de mi niñez, aquella donde Marcela y yo jugábamos con la tierra del patio de mi casa en la calle Sarmiento, bajo de la sombra del ciruelo que nos cobijó tantas tardes. Las vueltas en bici, las figuritas, el pizarrón y los chapuzones en las aguas marrones de la laguna de Junín también se fueron con ella.
Mi recuerdo para vos, Marcela, cómplice de mi niñez.
* Publicada en su blog: https://eduardoorbeaterra.wordpress.com/2015/01/17/a-marcela-la-complice-de-mi-ninez/

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