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Nueve de Julio
viernes, abril 19, 2024

Homilía pronunciada por el Obispo Martín de Elizalde en la celebración de gracias por el aniversario de la Revolución de Mayo

El obispo diocesano presidió el Te deumAcabamos de escuchar la palabra del Señor, y a esa proclamación hemos asentido como creyentes, diciendo, y no solamente con los labios: “Gloria a ti, Señor Jesús”. Gloria al Señor Jesús, porque nos hizo hijos de Dios al reconciliarnos con el Padre, porque nos otorgó la vida y la esperanza incorruptible, que habíamos perdido por el pecado, porque nos enseñó con su ejemplo y su palabra. Todo ello ha quedado plasmado en el Evangelio, que es anunciado por la Iglesia, y también vemos en los testigos santos que la doctrina de verdad se perpetúa entre nosotros hasta el fin de los tiempos.

Nos encontramos promediando los seis años que separan el bicentenario de 1810, que hoy recordamos a 203 años de la histórica gesta de mayo, del próximo bicentenario, la Independencia de la Patria, el 9 de julio de 1816. Con gratitud hacia Dios Nuestro Señor celebramos este día, recordando los innumerables beneficios recibidos de su Providencia: no solo la fecundidad de la tierra y la bondad del clima, la extensa y variada superficie y la belleza de sus paisajes, la naturaleza fértil y el ganado abundante. Valoramos sobre todo la realidad de nuestros hombres y mujeres, la vocación por el trabajo, la generosidad para compartir, la acogida prestada a hombres de todo el mundo, el espíritu de familia, y por todo ello reconocemos a Dios, fuente de toda razón y justicia, como el inspirador más alto, el defensor de estos valores, la garantía de la continuidad de semejantes bienes, que se han mantenido a lo largo de la historia. Es preciso tener presente que son estas las verdaderas riquezas, y que su cuidado y preservación, su trasmisión a las nuevas generaciones, constituyen una de las más graves responsabilidades, de los gobernantes, en primer lugar, pero que son compartidas por la sociedad entera. Ellas requieren un espíritu, que sepa distinguir la libertad verdadera de los espejismos y de las tentaciones que nos acechan. Y su fundamento será siempre la trascendencia que se refleja en la conciencia de los hombres, para inspirar su actuar, guiarlos con sabiduría, fomentar en ellos el desinterés y el desprendimiento, atendiendo a los principios de los que procedemos y al fin hacia el cual vamos, el bien común, entendido en toda su amplitud.
Hay muchas señales, sin embargo, que nos dicen que no estamos atravesando un momento feliz en la vida de la Nación argentina. Y seríamos infieles a nuestro destino como pueblo si no reconocemos en estos hechos públicos y evidentes la reiteración de conductas y de propósitos que nos han perjudicado antes y que nos impiden progresar en la convivencia, en la recuperación moral, en la consecución de los nobles destinos que estamos ciertos que son los nuestros. Cuando quienes detentan la responsabilidad política se encaminan a la búsqueda de sus objetivos particulares, que se reducen casi siempre a mantener los instrumentos de poder y a promover el adoctrinamiento de la sociedad en una misma línea de pensamiento, los destinos de la Nación se encuentran en peligro. Las flaquezas y carencias debidas a tantos años de inercia y de ineficacia en la gestión referida a las estructuras que precisa un país moderno, la dilapidación de las riquezas naturales y del capital, la falta de creación de bienes abundantes para cubrir las necesidades de todos, crear trabajo, asistir a los sectores más débiles, educar a niños y jóvenes en los valores trascendentes, promover la igualdad, asegurar la justicia, todos estos males que nos resultan tan familiares, por desgracia, siguen presentes, y una visión política cortoplacista no podrá enmendar jamás los errores y desterrar una concepción que justifica el atraso. Las situaciones debidas a causas naturales se convierten en catástrofes, por la imprevisión y la corrupción de los responsables, y estos hechos se repiten con alarmante frecuencia.
Nos encontramos en este ciclo bicentenario con una grandísima deuda moral, con una crisis económica y social que es un escándalo que clama al cielo, con una desorientación de la clase política que le impide generar propuestas y administrar con honesta medianía la cosa pública que le ha sido confiada, con una alternancia política enmudecida, acobardada, y lo que es peor, acostumbrándose a los vicios que genera el poder cuando es ilimitado. No le echemos la culpa a quienes están dedicados a la política, que es una vocación noble, cuando no se enceguece y se vuelve sedienta de riqueza y de éxitos. Porque en todos los niveles de la sociedad hay muchas actitudes que deben ser corregidas, y no solo en las instituciones y en los grupos, que reproducen con demasiada frecuencia los mismos defectos del Estado y de las instancias políticas, sino en todos los ámbitos de la actividad social: en la familia, en el trabajo, en la escuela. Hay que suscitar colaboración, solidaridad, desinterés, compromiso, creatividad, y sobre todo honestidad y una conciencia lúcida de los derechos de todos y de las responsabilidades de que vamos a tener que dar cuenta un día. La banalización de las doctrinas que se convierten en ideologías, y no respetan la vida ni la dignidad de las personas, porque se evalúan en función del éxito y del beneficio que aportan a sus fautores, ha empobrecido moralmente a nuestra sociedad. Y tenemos que acudir a las fuentes de la auténtica salvación, del bien verdadero.
Mientras imploramos en este día solemne la ayuda divina y renovamos nuestro propósito firme y generoso de contribuir para que nuestra Patria sea la realidad feliz y justa que soñaron nuestros padres, unas frases escritas hace casi sesenta años, en 1956, por nuestro convecino el después Cardenal Eduardo Pironio, conservan una lozana actualidad y que podrán inspirarnos:

“La misión de los cristianos hoy es volver a poner a Dios en el ritmo de la historia. Volver a ponerlo en la economía, en el derecho, en la cultura, en la política, en la vida profesional, social y familiar. En una palabra, volver a ponerlo en el campo de las tareas temporales. El gran pecado de hoy es haber ausentado a Dios de las tareas temporales y haberlas profanizado todas. Ante esa posición del cristiano, importan dos actitudes fundamentales: una de apertura a Dios y otra de presencia en el mundo en que se vive. Las dos actitudes van juntas. El cristiano no se puede abrir a Dios sino desde la situación concreta en que se mueve y con vehementes deseos de iluminarla. La única actitud buena es la de una fe viva y encarnada”.

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