Por Héctor José Iaconis.
La historia de 9 de Julio, es menester admitirlo, está atravesada por contradicciones éticas que revelan las tensiones entre el discurso y las prácticas efectivas. El caso de la reglamentación del ejercicio de la prostitución por parte de la Municipalidad revela aristas complejas, tanto más contradictorias y no menos atroces.
Desde luego, el caso de 9 de Julio no constituye una excepción, sino más bien un ejemplo paradigmático de cómo el Estado municipal, lejos de combatir la explotación sexual, la organizó, legitimó y, sobre todo, lucró con ella.
Este artículo aborda un alcance temporal delimitado entre 1880 y 1936, lapso definido por dos hitos precisos: una disposición municipal de 1880 y el Censo de Población de 1881, que registran las primeras referencias sobre la actividad prostibularia en la localidad, y la sanción de la Ley N.º 12.331 del 17 de diciembre de 1936, que prohibió, al menos legislativamente, “en toda la República el establecimiento de casas o locales donde se ejerza la prostitución, o se incite a ella”.
A decir verdad, estos cincuenta y seis años condensan una etapa oscura que también forma la historia local, en la cual muchas mujeres, víctimas de la trata de blancas, fueron sometidas a un sistema de explotación avalado por las ordenanzas municipales, revisiones médicas obligatorias y registros fotográficos que las estigmatizaban de manera permanente. El análisis de las fuentes primarias, los llamados “Registros de Prostitución”, preservados en el Centro Cultural, Archivo y Museo Histórico «General Julio de Vedia» y los textos de las ordenanzas concernientes al tema, en primer término, permiten reconstruir con notable precisión los mecanismos institucionales mediante los cuales el poder público reglamentó el comercio sexual, convirtiéndose así en un protagonista fundamental en el negocio de la explotación sexual.

LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES
No existe, en rigor, una fecha exacta que permita establecer con certeza el momento en que se instaló el primer prostíbulo en 9 de Julio. Sin embargo, podríamos inferir que el ejercicio de la prostitución se verificó en torno al período post-fundacional, probablemente como consecuencia del aumento demográfico y la consolidación del pueblo como nudo ferroviario y centro comercial más amplio. El Censo Provincial de Población de 1881 arroja, en este sentido, datos característicamente elocuentes: aunque no registra la presencia de prostitutas en el pueblo, consigna la existencia de un rufián. Esta aparente contradicción, la presencia del proxeneta sin la mención de las mujeres explotadas, podría correr el velo, acaso, sobre el prejuicio moral y la invisibilización sistemática de aquellas mujeres que el discurso oficial local consideraba indignas de ser contabilizadas como habitantes legítimos del pueblo.
Ahora bien, el término «rufián» merece una precisión conceptual. En el lenguaje de la época, este vocablo designaba específicamente al individuo que vivía del comercio sexual de mujeres, actuando como intermediario y controlador de su actividad. Dicho en otros términos, el rufián constituía el primer eslabón de la cadena de la trata de blancas: reclutaba, trasladaba y sometía a las mujeres, apropiándose de sus ganancias. Los diccionarios decimonónicos definían al rufián como «hombre que trata con mujeres públicas», equiparándolo semánticamente con el proxeneta. Más aún, el hecho de que el Censo Provincial de 1881 registrara 445 mujeres dedicadas a la prostitución y 41 rufianes en toda la provincia de Buenos Aires sugiere la magnitud del fenómeno y, simultáneamente, la existencia de redes organizadas de explotación sexual.
Una de las primeras referencias documentales precisas acerca de la existencia de una casa de tolerancia en 9 de Julio data del 17 de agosto de 1880, cuando la Corporación Municipal resolvió «por razones de higiene y moralidad» clausurar el prostíbulo ubicado en la calle Montevideo, en las cercanías de Santiago del Estero. Esta medida, lejos de generar consenso, dividió profundamente la opinión del vecindario. Por un lado, un sector respaldó la clausura argumentando que el establecimiento resultaba pernicioso no solo por la actividad sexual que allí se desarrollaba, sino también porque se vendían bebidas alcohólicas y se practicaban juegos prohibidos. Por otra parte, casi un centenar de vecinos presentaron, el 24 de noviembre de 1880, una petición formal solicitando la reapertura del lenocinio, con el argumento de que «trae comercio, y es beneficioso para el vecindario el funcionamiento de dicha casa». La autoridad terminó, finalmente, autorizando la reapertura, aunque con la condición de que el establecimiento se instalara fuera de los límites del pueblo.
Aquí puede observarse, en primera línea, una muestra de la ambigüedad moral imperante en la sociedad nuevejuliense de entonces.
EL REGLAMENTARISMO COMO POLÍTICA DE ESTADO MUNICIPAL
La sanción de la Ley Orgánica de las Municipalidades, promulgada el 16 de marzo de 1886, otorgó a los concejos deliberantes la facultad explícita de «reglamentar las casas de baile, de prostitución, de juegos permitidos y todas las que puedan dar lugar a escándalo o desorden, pudiendo clausurarlas, cuando resulten manifiestamente perjudiciales» (artículo 34, inciso 17). Esta disposición legal sentó las bases para lo que habría de convertirse en el sistema reglamentarista: un modelo en el cual el Estado no prohibía la prostitución, sino que la organizaba, la legitimaba y, sobre todo, recaudaba impuestos por su ejercicio.
En este contexto, el Concejo Deliberante de 9 de Julio sancionó el 16 de agosto de 1886 la primera Ordenanza sobre Casas de Tolerancia. Este instrumento normativo establecía que los prostíbulos no podían instalarse en un radio menor de cinco cuadras de la plaza principal, aunque autorizaba que estas casas tuvieran academia de baile. Asimismo, disponía que las meretrices debían contar con una libreta que incluyera sus datos filiatorios y su fotografía, y prohibía que las mujeres que asistieran al prostíbulo salieran a la calle en grupos de más de dos personas. Estas restricciones, presentadas como medidas de «orden público», instituían en realidad mecanismos de control social que deshonraban y limitaban la movilidad de las mujeres prostituidas.
La Ordenanza reglamentaria sancionada el 31 de enero de 1891 y promulgada el 7 de febrero del mismo año profundizó el sistema de control. De suyo, estableció una definición precisa del establecimiento donde se ejercía la prostitución: «Será considerada casa de tolerancia toda la que esté habitada por prostitutas».
Por cierto, también, redujo la distancia mínima respecto de la plaza principal a cuatro cuadras, o a dos cuadras de las escuelas. No obstante, el artículo más controvertido de esta ordenanza fue, indudablemente, el séptimo: «Ninguna mujer menor de 18 años podrá permanecer en una casa de tolerancia, salvo el caso que se pruebe que ha ejercido la prostitución antes de esa edad». Esta cláusula resulta particularmente perversa, pues bajo la apariencia de proteger a las menores, en realidad justificaba su explotación si lograba demostrarse que habían sido prostituidas con anterioridad. Dicho con otras palabras, la norma consagraba la irreversibilidad de la condición prostibularia para aquellas niñas que hubieran sido iniciadas en el comercio sexual.
La inspección médica suponía otro de los pilares del sistema reglamentarista. Según la Ordenanza de 1891, las revisaciones debían realizarse los días martes y sábados de cada semana, y el resultado del reconocimiento debía quedar registrado en la libreta individual de cada prostituta. Los prostíbulos estaban obligados a disponer de un lugar específico para las revisaciones, equipado con instrumental médico que incluía espéculo de Ferguson, pinzas de Nelaton, bajalenguas, sondas de mujer, algodón, vaselina, glicerina y solución de sublimado al 2 por ciento. Estos exámenes, presentados como medidas de profilaxis sanitaria, funcionaban en realidad como dispositivos de vigilancia y disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres, sometiéndolas a prácticas invasivas que atentaban contra su dignidad.
EL MATRIMONIO O LA MUERTE
El 24 de abril de 1911, en el contexto de una gestión municipal alineada con el Partido Conservador, el Concejo Deliberante sancionó una nueva ordenanza reglamentaria de la prostitución, que fue promulgada el 24 de mayo del mismo año. Este instrumento normativo resultó más exhaustivo que los anteriores en varios aspectos: estableció características edilicias más precisas para los prostíbulos, indagó a su modo sobre los motivos que conducían a aquellas mujeres al ejercicio de la prostitución, prohibió explícitamente el ejercicio de la actividad por parte de menores y especificó con mayor detalle las condiciones de salubridad exigidas.
Sin embargo, lo más significativo de esta ordenanza fue la profundización de los mecanismos de vejación y segregación. El artículo 33 disponía que «las prostitutas no podrán exhibirse en las puertas o ventanas de la casa donde se asilan, ni llamar a los transeúntes, ni pasear dentro de la planta urbana de la ciudad, ni de los centros poblados del Partido. Cuando tuvieran que hacerlo por causas necesarias de fuerza mayor lo harán en carruaje cerrado».
El artículo 34, por su parte, establecía que «a las prostitutas internas de las casas de tolerancia se les permitía una salida semanal dentro de lo dispuesto en el artículo anterior y en los días, hora y forma que reglamente el Departamento Ejecutivo». Estas restricciones convertían a las mujeres prostituidas en parias sociales, obligadas a mantenerse ocultas y privadas de circular libremente por el espacio público.
El artículo 36 consagraba, a su vez, un sistema de vigilancia permanente: «La mujer que deje de ejercer la prostitución deberá dar aviso a la intendencia municipal quedando sujeta a vigilancia hasta tanto no justifique que hace vida honesta».
Más enfatizable aún resulta el artículo 44, que establecía las únicas tres causales de eliminación del Registro de Prostitutas: «1. Por muerte; 2. Por matrimonio si no continuarse en la prostitución; 3. Por entregarse a un oficio o profesión honesta con la garantía de dos personas honorables». Este artículo sintetiza, de manera brutal, la lógica de la doble moral imperante: una mujer inscrita en el registro solo podía liberarse de su condición mediante la muerte, el matrimonio (siempre que abandonara efectivamente la prostitución) o el ejercicio de una actividad «honesta» avalada por dos garantes «honorables». En consecuencia, muchas mujeres víctimas de la trata de blancas y de la connivencia política solo podían aspirar a «una digna muerte» como liberación de tan terrible infierno.
EL REGISTRO DE PROSTITUCION
La Ordenanza de 1911 dio origen, asimismo, al Registro de Prostitución. Formados por unos libros previamente impresos especialmente, con una encuadernación sobria de tapa rígida entelada, símil cuero, tela buckram o percalina. Allí, en letras doradas estampadas se leía “Registro de Prostitutas”.
Estos libros, que se conservan en el fondo archivístico del Museo Histórico local, constituyen documentos de un valor histórico y, a la vez, de una crudeza conmovedora. Junto con los datos filiatorios se encuentra las fotografías de muchas internas de los prostíbulos.
Cada fotografía representa una vida marcada por la condenación. Un rostro convertido en trámite administrativo, una identidad reducida a una ficha burocrática.
En estos registros se anotaban, a modo de rúbricas marginales, las anomalías detectadas durante las revisiones médicas y se consignaba cualquier alejamiento de la ciudad de la persona identificada allí. El control, en suma, era total y permanente.
Las Ordenanzas de Impuestos municipales establecían, por otra parte, una patente mensual para cada prostíbulo, además de una tarifa para el registro de cada prostituta y la expedición de la libreta respectiva. De este modo, la Municipalidad se convertía en virtual socio económico del negocio prostibulario, percibiendo ingresos regulares por la explotación sexual de las mujeres. En enero de 1897, la Municipalidad habilitó el prostíbulo de la madama Rosario Carlota en un edificio construido en la sección de quintas. El 16 de septiembre de 1898, el vecino Domingo Rissuti solicitó reabrir el prostíbulo «El Palomar». Estos datos revelan que la actividad no solo estaba reglamentada, sino que componía un rubro económico que parecía perfectamente integrado al sistema fiscal local.


LAS CAUSALES DE LA PROSTITUCIÓN SEGÚN EL PENSAMIENTO DE LA ÉPOCA
Para comprender cabalmente el fenómeno prostibulario en 9 de Julio resulta indispensable analizar las causales que, según los autores contemporáneos al período estudiado, conducían a las mujeres al ejercicio de la prostitución. El Dr. Alexandre Jean-Baptiste Parent du Châtelet, destacado médico higienista francés citado por el Dr. Adolfo Brunel en 1862, sostenía que todas las mujeres que se entregaban a la prostitución habían vivido ya en el desorden. Asimismo, identificaba como causas principales la pereza («el deseo de proporcionarse goces sin trabajar»), la miseria extrema, la vanidad y el deseo de lucir trajes suntuosos, el abandono de sus amantes en las mujeres del campo y la falta de trabajo.
El médico Jean Descuret atribuía la prostitución a la falta de religión, el contagio del mal ejemplo, la ociosidad de las masas y la frecuentación de teatros y bailes. El doctor Juan José Puente, en 1932, señalaba la ignorancia y el analfabetismo como factores determinantes.
Según Francisco E. Castaldo, en su tesis doctoral de 1938, enfatizaba la miseria como causa principal, mientras que Carlos Fontán Balestra, en 1943, identificaba el factor económico como determinante, «porque la prostitución es la promiscuidad por precio, y no ha de convertir la relación sexual en un comercio, quien no necesitare de su producido».
En un artículo de Segundo O. Valdano, referido a la década de 1930, hay estadísticas más detalladas -aunque no podemos asegurar que sean del todo certeras- sobre las causas de la prostitución en Argentina: malas compañías (26 por ciento), detención al salir de bailes dudosos (17,6 por ciento), abandono por el amante al estar enfermas (4,5 por ciento), mayor ganancia de dinero (10,7 por ciento), abandono del esposo (5,4 por ciento), violación por extraños (1,8 por ciento), engaño (4,8 por ciento), y otras causales diversas. Estos datos parecen poner de manifiesto que, más allá de las explicaciones moralizantes de médicos e higienistas, las causas estructurales de la prostitución se vinculaban con la pobreza, la falta de oportunidades laborales, la violencia de género y la desprotección social de las mujeres.
TRATA DE BLANCAS Y LA COMPLICIDAD OFICIAL
El concepto de «trata de blancas» no aparece en los diccionarios usuales del siglo XIX. Recién el Diccionario de Pagés lo define claramente como «tráfico de mujeres que consiste en atraerlas a los centros de prostitución para especular con ellas». Este fenómeno se desarrolló, en 9 de Julio como en tantas otras localidades argentinas, al amparo de la complicidad o el silencio de diferentes actores institucionales: las autoridades municipales, provinciales y nacionales mediante el uso de la reglamentación; la autoridad judicial, que toleraba o minimizaba los delitos vinculados a la explotación sexual; las instituciones de bien público y otras organizaciones, que frecuentemente guardaban silencio; la sociedad que, generalmente, condenaba moralmente a las mujeres prostituidas sin cuestionar las estructuras de explotación.
Las reglamentaciones, en efecto, implicaban que el Estado regulaba el funcionamiento de los prostíbulos y establecía ficheros especiales para la inscripción de las internas. Así, organizaba, legitimaba y lucraba con la prostitución, facilitando el tráfico de personas y el auge de las actividades desarrolladas con la coordinación de rufianes, tratantes y proxenetas. Este sistema, que subsistió mucho más allá de la ley de 1936, convirtió al Estado en un actor fundamental de la cadena de explotación, transformando la trata de blancas en un negocio institucionalizado y fiscalmente productivo.
LA CONDICIÓN DE LAS MUJERES EN LOS PROSTÍBULOS
La vida de las mujeres en las casas de tolerancia estaba signada por múltiples formas de opresión y violencia. En primer lugar, el sometimiento a malos tratos físicos y psicológicos por parte de los propietarios de los establecimientos y de los rufianes eran una constante. Luego, el deterioro de la salud producto de los riesgos permanentes de contraer enfermedades venéreas afectaba gravemente su integridad física. Después, la desintegración de su dignidad frente a la opresión sistemática minaba su subjetividad.
La marginación social y la estigmatización las convertían en personas separadas, privadas de derechos civiles básicos. Eran, conjuntamente, señaladas como cómplices de delincuentes, culpabilizadas por una actividad que en realidad respondía a estructuras de explotación.
La autoridad ejercida por los propietarios de los lenocinios era, por añadidura, despótica y arbitraria. Los excesos eran frecuentes: retención de ganancias, prohibición de salidas, castigos físicos, endeudamiento forzoso.
Puede conjeturarse, sin escrutar demasiado, que las mujeres vivían en condiciones de semi-esclavitud, atrapadas en un sistema del cual resultaba prácticamente imposible escapar. El artículo 44 de la Ordenanza de 1911, que exigía la garantía de dos personas honorables para que una prostituta pudiera ser eliminada del registro, deja ver la dificultad extrema de abandonar esa condición: ¿qué «personas honorables» estarían dispuestas a avalar públicamente a una mujer afrentada, agraviada y señalada incluso por un registro municipal?
LA PERSISTENCIA DE LA DOBLE MORAL
La sanción de la Ley Nacional N.º 12.331 del 17 de diciembre de 1936, promulgada el 30 de diciembre de ese mismo año, dispuso formalmente el cierre de los prostíbulos y la abolición de la trata de blancas en Argentina. Sin embargo, esta victoria legal no significó, en modo alguno, el fin de la explotación sexual ni la erradicación de la doble moral que había sustentado el sistema. El gobierno de facto de Edelmiro J. Farrell dictó el 8 de abril de 1944 el decreto ley 10.638, ratificado posteriormente por la ley 12.912 del 19 de diciembre de 1946, autorizando el establecimiento de casas de prostitución cuando mediaran «necesidades y situaciones locales». Recién en 1960 el Congreso Nacional aprobó la adhesión al protocolo final anexo al Convenio para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante resolución 317 del 2 de diciembre de 1949.
La historia de la prostitución reglamentada en 9 de Julio entre 1880 y 1936 constituye, en definitiva, un capítulo que interpela profundamente nuestra comprensión del pasado. Las fotografías conservadas en el Registro de Prostitutas, esos rostros nos recuerdan que detrás de las ordenanzas municipales y las estadísticas sanitarias existieron mujeres reales, con historias, dolores y dignidades vulneradas. El sistema reglamentarista no fue, como pretendían sus defensores, una medida de higiene pública o de control del «mal necesario», sino un dispositivo de explotación económica y dominación que contó con la complicidad estatal activa.
La doble moral que juzgaba con criterios radicalmente diferentes las conductas sexuales de varones y mujeres permeó todas las dimensiones del sistema prostibulario. Mientras los hombres gozaban de libertad sexual sin consecuencias legales, las mujeres prostituidas eran registradas, fotografiadas, inspeccionadas médicamente, privadas de circular libremente y marcadas de por vida por el sello infamante de la «vida deshonesta». El reglamentarismo reveló, acaso con mayor nitidez que cualquier otro fenómeno social de la época, la hipocresía moral de una sociedad que predicaba la virtud mientras explotaba sistemáticamente a las mujeres más vulnerables.
PALABRAS FINALES
Estudiar este período no implica, ciertamente, practicar un ejercicio de condena retrospectiva. El análisis de los hechos del pasado debe escapar a esa idea.
Más bien, la observación de este friso dramático debe ayudarnos a comprender los mecanismos mediante los cuales las estructuras de poder construyeron y legitimaron formas de opresión. La historia de las mujeres inscriptas en el Registro de Prostitutas de la Municipalidad de 9 de Julio nos obliga a reflexionar sobre las continuidades y rupturas entre aquel pasado y nuestro presente, sobre las formas contemporáneas de trata de personas y explotación sexual, sobre la persistencia de discursos moralizantes que culpabilizan a las víctimas. Solo mediante el conocimiento riguroso del pasado podremos, tal vez, evitar que la historia se repita en nuevas formas de violencia institucionalizada.


