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Nueve de Julio
viernes, marzo 29, 2024

Historias de Vida: Teodoro Maqueda, cuando la suerte golpea…

* Formó parte, con sus andanzas, de la historia de 9 de Julio.
* La última etapa de su vida estuvo signada por un estereotipo con que la sociedad de su tiempo se ocupó de enmarcarlo.
* Sus historias eran los comentarios de las tertulias de los bares nuevejulienses de antaño.

En todas las comunidades, grandes o pequeñas, ciudades o pueblos, coexisten desde los orígenes de los mismos aquellos personajes a los que la sociedad les confiere en mote de «populares». Caracterizados por sus vecinos, por su forma de vestir, por los conceptos o supersticiones que en derredor de ellos se traza, no solamente encajan en un estereotipo social determinado, sino que también a veces su singularidad los distingue y los inmortaliza en la historia.
9 de Julio tuvo, a lo largo de su historia sesquicentenarias, individuos «populares» a quienes, por lo general los niños, y no pocos adultos, hacían objeto de sus comentarios, risas, miedos o burlas.
Uno de los más caracterizados fue don Teodoro Maqueda. En las postrimerías del siglo XIX, era considerado por sus contemporáneos como “jeta” (o jettatore), “mufa” o “fúlmine”. Se cree que los inmigrantes fueron quienes trajeron esa superstición. Para algunos italianos era “jettatore”; en cambio, para los españoles, la denominación era distinta: el «jetta» era llamado «gafe» que es parecido a «cenizo».
Don Teodoro era un inmigrante español que había llegado a 9 de Julio, apenas fundado el pueblo. Se estima que sino el iniciador del oficio, fue uno de los primeros sastres que se afincaron en la todavía incipiente población de frontera.
Delgado, erguido y de elegantes maneras, apenas radicado en este lugar se granjeó la estimación de la sociedad mejor dotada y frecuentó salones elegantes tertulias.
Dechado de señorío, su donaire, una gallardía propia del romanticismo decimonónico, su natural caballerosidad y un sereno gracejo lo distinguían entre sus vecinos. Tal como lo señala Buenaventura Vita, don Teodoro acostumbraba lucir «de rigurosa moda, de levita y jaquet, que era una prenda muy en uso en cierta parte de la población acomodada».
Se vinculó tempranamente algunas instituciones, siendo uno de los fundadores de la Sociedad Filarmónica local e integró la primera banda de música, hacia 1879.
EL «DEBUT». UN INCENDIO EN EL LUPANAR
No existen certezas acerca de cuándo, don Teodoro, comenzó a ser asociado con la mala suerte. Quizá, como se ha dicho, el tildar como tal a un vecino haya sido una moda que llegó con los inmigrantes en la segunda mitad del siglo XIX.
Existe, sin embargo, una referencia acerca de su posible «debut» como «jeta» o «mufa».
Don Teodoro era un hombre de recta intención y de una moral intachable. Cierto día, incentivado por sus amigos, y persuadido tras largas deliberaciones, accedió a ir a uno de los lupanares que, en aquellos años de la década de 1880, funcionaban en 9 de Julio. Como es lógico pensar, estos lugares eran repudiados por la recatada sociedad de entonces, considerados como antros de desenfreno y perdición.
Por una extraña casualidad, la primera visita de don Teodoro a un prostíbulo terminó en tragedia.
Según el expediente que se labró como consecuencia del hecho y de las referencias que dieron los testigos, esa noche una de las meretrices, involuntariamente, dejó caer una vela que encendió el cortinado de una de las habitaciones. Con el alboroto, al advertir el humo, y en la corrida por ganar la calle, personas asustadas, a medio vestir, tropezaron con dos braseros que servían para calentar el salón donde aguardaban los caballeros. En cuestión de minutos, el burdel ardió y, en pocas horas, de lo que había allí quedaron cenizas.
RARAS CASUALIDADES
Con el correr de los años su figura fue asociada, por los vecinos más supersticiosos, con la mala suerte. Es evidente que las circunstancias se empecinaban en vincularlo o en hacerlo protagonista de alguna tragedia o entuerto. Hubo quienes aseguraron que bastaba corresponder a su elegante saludo o a alguna galantería, que era típica en él, para terminar siendo víctima de alguna desgracia.
Con los años, su elegante vestuario pasó de moda. Las tendencias parisinas o londinenses que pusieron el acento en el vestir masculino de la época, fueron dejando de lado algunas prendas o modificando en ellas sus características.
Don Teodoro siguió vistiendo su levitón negro y a veces una chistera negra de copa alta. Su aire cortesano se fue haciendo melancólico y lóbrego. Su caminar acompasado, que acompañaba con el sonido rítmico del golpe de su bastón sobre el piso, en los atardeceres invernales y silenciosos, le daban una fisonomía poco menos que tétrica. Topárselo, en medio de la noche, en la calle desierta, con la mortecina luz del alumbrado a kerosén, no resultaba una experiencia agradable.
En los últimos años de su vida, le aguardó otra jugada del destino: terminó viviendo en una pieza no menos lúgubre, ubicada en Arturo Frondizi casi Mitre, en el predio que actualmente se encuentra ubicado contiguo a las oficinas del Correo, donde está la antigua bomba de aguas corrientes. Allí, sobre ese terreno, he aquí otra coincidencia, había estado ubicado el primer cementerio de 9 de Julio.
Más aún, el zaguán de la casa de don Teodoro se encontraba justo frente a la puerta de entrada del local de la empresa de pompas fúnebres de don Epifanio Moreno.
Todo parecía encajar en la vida de este hombre para que algunos de sus vecinos, al verlo venir, optaran por cruzar de calle.
Son muchas las anécdotas tejidas en torno a su protagonismo como «jeta», según sus vecinos. La más conocida, una de tantas, aconteció en el verano de 1904. Cierto día pasó frente a la usina eléctrica que por entonces se encontraba ubicada en la actual avenida San Martín entre Hipólito Yrigoyen y Santa Fe. Encontró en la vereda a su encargado, Eugenio Richer (padre), un técnico electricista de nacionalidad belga, con quien se detuvo a departir cordialmente.
Don Teodoro, en esa oportunidad, se interesó por conocer los detalles técnicos de la gran chimenea de ladrillos, de 18 metros, que se encontraba en la usina. Se torna inevitable pensar que durante cinco años don Teodoro pasó frente a la usina y nunca se percató de la chimenea o se detuvo a reflexionar acerca de las bondades de la misma. Esa tarde lo hizo.
Al día siguiente, un fuerte viento derribó la chimenea y Richer pudo salvar su vida de milagro.
En el Hipódromo «9 de Julio» que funcionaba en esta ciudad en la década de 1910, también era una persona conocida. Bastaba con que apostara por un caballo, para que el mismo perdiera la competencia o terminara abandonando la carrera por una fractura ósea.
EL DESTINO
Una de sus premoniciones fatídicas, quizá entre las últimas que lanzó para asombro de sus contertulios, la pronunció en la noche del sábado 27 de junio de 1914. En un bar del pueblo, entre trago y trago, ya encendido el pico por las copas de más que había bebido, le dio por disertar sobre la situación en Europa.
«En cualquier momento vamos a tener una guerra y no va a quedar nadie vivo», vaticinó, antes de concluir su perorata.
Al día siguiente, un anarquista asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del Imperio austrohúngaro y a su esposa, la condesa Sofía, en Sarajevo. Este acontecimiento, supuso el estallido de la Primera Guerra Mundial un mes después.
A juzgar por el derrotero de su abrumada existencia, se podría inferir que don Teodoro no solamente había distribuido entre los otros la mala suerte, sino que también se había incluido en el reparto.
«El azar de la vida -escribe el historiador Vita- lo encarriló por la senda de la embriaguez, empezando sus malos tiempos, deslizándose en esa pendiente… Entre el elemento infantil, que lo hacía objeto de pullas satíricas, a las que nunca contestaba de mala manera, sino con tono amable y sonriente, queriendo imponer temor con frases cariñosas, haciéndose el cuco».
En la casucha de la calle Arturo Frondizi lo hallaron muerto, el 6 de julio de 1916.
PALABRAS FINALES:
Su funeral no fue populoso, pocos amigos lo sobrevivían . Algunos, con sus blancas cabelleras, allí estaban, para darle el último adiós.
En la hora póstuma, don Teodoro, no quiso irse sin hacer otra de las suyas: formado el cortejo fúnebre que se dirigía hacia la última morada, marchaban dos berlinas que iban de acompañamiento. En determinado momento, a una de ellas se le desprendieron las estornijas, haciendo que la rueda se salga de su sitio. El carruaje se inclinó bruscamente hacia uno de los costados y los dolientes que iban en su interior fueron a dar contra el suelo.
De todas las cualidades que, don Teodoro, manifestó a lo largo de su vida, y que fue perdiendo al precipitarse al abismo del alcohol, una lo acompañó hasta el final de sus días: su bondad.

 

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